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El Escarabajo de Oro

bruñido a los últimos rayos del sol poniente que iluminaban todavía débilmente la eminencia en que nos encontrábamos. El escarabajo oscilaba libremente fuera de las ramas y, de soltarlo, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió la hoz al punto y desmontó un espacio circular de tres o cuatro pies de diámetro, exactamente debajo del insecto; cumplido lo cual ordenó a Júpiter soltar el cordón y descender del árbol.

Clavando en el suelo una estaca con gran esmero, en el punto preciso donde cayó el animal, sacó mi amigo del bolsillo una cinta de medida. Asegurando uno de sus extremos al tronco por el sitio más cercano a la estaca, la desenrolló hasta alcanzar este punto, continuando la operación hasta la distancia de cincuenta pies siguiendo la dirección establecida por los dos puntos del tronco y la estaca. Júpiter abría camino en la maleza con la hoz. Llegando al sitio determinado en esta forma, enclavó de nuevo otra estaca y, tomándola como eje, describió un círculo de cuatro pies de diámetro aproximadamente. Cogiendo entonces una azada para sí y dando una a Júpiter y otra a mí, nos encareció ponernos a cavar con la mayor actividad posible.

A decir verdad, no tenía yo especial afición por este entretenimiento en ningún caso, y habría declinado gustoso la invitación en semejante momento, porque la noche caía y me sentía muy fatigado con todo el ejercicio que habíamos llevado a cabo; pero no vi modo alguno de escapar, temiendo alterar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una