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El Anciano Campeón

Toda la escena pintaba la condición de la Nueva Inglaterra: desprendiéndose como moral los efectos fatales de un gobierno que no nace de la naturaleza de las cosas ni de la índole del pueblo. De un lado, la multitud religiosa, con su semblante triste y su obscura vestimenta; y del otro, el grupo de gobernantes despóticos, ostentando acá y allá algún crucifijo sobre el pecho, con el alto personaje eclesiástico al centro, magníficamente ataviados, encendidos por el licor, orgullosos de su autoridad injusta y burlándose del murmullo universal. Y los soldados mercenarios, aguardando solamente una palabra para inundar las calles de sangre, representaban el único medio por el cual podía asegurarse la sumisión.

—¡0h. Dios de los ejércitos! —clamó una voz entre la multitud, —¡envía un salvador a tu pueblo!—

Esta exclamación, lanzada en voz muy alta, pareció ser el grito del heraldo para introducir un notable personaje. La multitud había retrocedido y se hallaba en aquel momento en plena confusión a la extremidad de la calle, mientras los soldados avanzaban en una tercera parte de su longitud. El espacio intermedio estaba vacío, mostrando la calzada libre entre altos edificios que arrojaban sombras confusas sobre toda la escena. De pronto, vióse aparecer la figura de un anciano, que parecía haber brotado de en medio del pueblo y avanzaba solo hacia el centro de la calle, hasta ponerse enfrente del bando armado. Llevaba el antiguo vestido de los puritanos: capa