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Cuentos Clásicos del Norte

progreso de una máquina arrollando con irresistible empuje todo lo que se encontrara en su camino. En seguida, avanzando lentamente, con un ruido confuso de cascos en el pavimento, venía una partida de jinetes entre los que se destacaba la figura central de Sir Édmund Andros, el más anciano de ellos, pero erguido y de aspecto marcial. Rodeábanle sus consejeros favoritos, los enemigos más acérrimos de la Nueva Inglaterra. A su derecha montaba Édward Rándolph, nuestro principal adversario, aquel "mezquino demoledor," como le llama Cotton Máther, que llevo a cabo la ruina de nuestra antigua administración, mereciendo el anatema que le persiguió obstinadamente durante su vida y más allá de la tumba. Al otro lado iba Búllivant, lanzando burlas y escarnio a su paso. Venía atrás Dúdley, con los ojos bajos y continente temeroso, como si no se atreviera a afrontar las miradas indignadas del pueblo que le contemplaba a él, su único compatriota, entre los opresores de su país natal. El capitán de una fragata fondeada en el puerto y dos o tres oficiales civiles se veían también en el grupo. Pero la figura que atraía más las miradas del público y despertaba más vibrantes sentimientos, era el clérigo episcopal de King's Chapel, con sus vestiduras sacerdotales, figurando con altanería entre los magistrados, y encamando admirablemente la prelacía y la persecución, la unión de la iglesia y el estado y todas aquellas abominaciones que habían llevado al destierro a los puritanos. Una doble hilera de soldados cerraba la marcha.