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Cuentos Clásicos del Norte

de tres días, —replicó el joven, —y un poco de descanso os devolverá la fuerzas. Quedad aquí mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que deben sustentarnos; y después de haber comido, apoyándoos en mí, emprenderemos la vuelta al hogar. No dudo de que con mi ayuda podréis llegar hasta una de las guarniciones de la frontera.

—No tengo dos días de vida, Rubén, —dijo el otro, serenamente, —y mi cuerpo inútil no debe ser más tiempo una carga para ti, que con dificultad puedes sostenerte a ti mismo. Tus heridas son profundas y tus fuerzas decaen rápidamente; sin embargo, puedes salvarte aún, si te apresuras a avanzar solo. Para mí no hay esperanza, y aguardaré aquí la muerte.

—Si es así, permaneceré a vuestro lado y velaré por vos, —dijo Rubén con resolución.

—No, hijo mío, no, —insistió su compañero.

—Deja que se imponga la voluntad de un moribundo; dame tu mano, que yo la estreche, y parte. ¿Piensas que mis últimos momentos serían más tranquilos con la idea de que te condenaba a morir de muerte más lenta? Te he amado como un padre, Rubén; y en momentos como éste debo tener la autoridad de un padre. ¡Te ordeno marchar, para que yo pueda morir en paz!

—Y porque habéis sido un padre para mí, ¿he de dejaros perecer y quedar insepulto en esta soledad? —exclamó el joven. —No; si vuestro fin se aproxima en verdad, velaré a vuestro lado y recibiré vuestra eterna despedida. Cavaré una tumba