aquí, bajo la roca, en la cual descansaremos juntos, si la debilidad me hace desfallecer; o si el Cielo me da fuerzas, buscaré el camino de mi hogar.
—En las ciudades y en cualquiera parte donde viven los hombres, —replicó el otro, —se acostumbra enterrar a los muertos. Ocúltanlos así a la vista de los vivos; pero aquí, donde ningún ser humano pasará quizá en cien años, ¿por qué no habría de descansar bajo el cielo, cubierto únicamente por las hojas de roble cuando las hagan caer las ráfagas de otoño? Y si de monumento se trata, aquí tenemos esta roca gris, donde mi mano moribunda esculpirá el nombre de Róger Malvin, para que los viajeros futuros sepan que reposa aquí un cazador y un guerrero. No te retardes, por consiguiente, sino apresúrate al contrario, ya que no por ti mismo, ¡por ella, que quedaría desolada!—
Malvin pronunció con voz trémula las últimas palabras que produjeron visiblemente hondo efecto en su compañero. Hiciéronle recordar que existen deberes menos cuestionables que el de compartir la suerte de un hombre a quien la muerte de su camarada no iba a beneficiar. No podría afirmarse si algún sentimiento egoísta se abrió paso en el corazón de Rubén, a quien su conciencia hizo aun resistir obstinadamente las súplicas de su compañero.
—¡Cuan terrible sería aguardar la muerte en esta soledad!— exclamó el joven. —Un hombre valiente no tiembla en el campo de batalla; y aun la mujer puede morir valerosamente cuando los amigos rodean su lecho; pero aquí . . .