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Horacio Quiroga

esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no ví más que el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo: el petro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló en un claro golpe de dientes. Pero un instante después senti un dolor agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

Federico! ¿Qué fué eso?—gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al aire.

—Nada: quería entrar.

¡Oh!...

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

Federico! Está rabioso! ¡No salgas! — clamó enloquecida, sintiendo al animal tras la pared de madera, a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Sali afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daba perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.