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Horacio Quiroga

tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Mas por infinita que fuera los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, favorecía tal estado de alma.

La bruma matinal Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frio. cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro. y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.

Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿ Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡ Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarian, ellos, los caballos libres !