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Cuentos de amor de locura y de muerte

Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes nuevos — oscuros y torcidos había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos.

No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes.

—Son de madera de ley—observó el malacara.

—Sí, cernes quemados.

Y tras otra larga mirada de examen, constató:

—El hilo pasa por el medio, no hay grampas.

—Están muy cerca uno de otro.

Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro?

—El hombre dijo que no iba a pasar—se atrevió sin embargo el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.

Pero las vacas lo habían oido.

—Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.

—Pasó? ¿Por aquí?—preguntó descorazonado el malacara.

—Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.

Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración