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Horacio Quiroga

aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los caballos.

—Los alambres están muy estirados—dijo después de largo examen el alazán.

—Sí. Más estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos.

Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

—El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.

—Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan—oyeron al alazán.

¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Alli viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

Come toda la avena! ¡Después pasa!

—Los hilos están muy estirados... —observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si...

Comió la avena! ¡ El hombre viene! ¡Viene el hombre—lanzó la vaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traia el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído.

El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dió principio a los mugidos con braCitized by Google