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Cuentos de amor de locura y de muerte

Vos también! — le dijo éste, mirándolo.

— Y van cuatro. Los otros no importa... poca cosa.

Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta?

Falta poco... pero no voy a poder trabajar...

Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana.

—Hasta mañana se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo.

El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley desplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera ir más allá de uno o dos metros.

El descanso absoluto a que se entregó por tres días — bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier vuelta de picada. Y bajó de nuevo al almacén.

—¡Otra vez, vos! lo recibió el mayordomo.

Eso no anda bien... ¿No tomaste quinina?

Tomé... No me hallo con esta fiebre... No puedo trabajar. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane...

El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida que quedaba alli.

—¿Cómo está tu cuenta? preguntó otra vez.