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Horacio Quiroga

A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores lo presumían; pero como dentro del monte el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves...

El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió en dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo.

Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres.

El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguiente encontraron el riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de enroscarse a tiritar.

Cayé, pues, construyó solo la jangada—diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.

A los diez segundos de concluída se embarcaron.