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Cuentos de amor de locura y de muerte

caza, habían levantado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco.

En el camino, el fox—terrier oyó, lejanas, las explosiones de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vió a la vera del bosque a las vacas que soportando la nube de tábanos, empujaban los catiguás con el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las hojas. Vió las rígidas tunas del monte tropical dobladas como velas, y sobre el brumoso horizonte de las tardes de 38—40, volvió a ver el sol cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.

Media hora después entraban en San Ignacio, y siendo ya tarde para llegar hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente su visita.

Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante del caballo de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo.

Las circunstancias anormales por que pasaba el país con la sequía de cuatro meses y es preciso saber lo que esto supone en Misiones—hacía que los perros de los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia, llevaran sus pillajes nocturnos a un grado intolerable. En pleno día, Cooper había tenido ocasión de perder tres gallinas, arrebatadas por los perros hacia el monte. Y si se recuerda que el in