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Horacio Quiroga

llaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante.

Candiyú admiraba los nuevos discos:

—¿Te costó mucho a usted, patrón?

—Costó... qué?

—Ese hablero... los mozos que cantan.

La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró. El contador comercial surgía.

¡Oh, cuesta mucho!... ¿Usted quiere comprar?

—Si usted querés venderme...—contestó llanamente Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas.

—Vendo barato a usted... cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente:

Mucha plata! No tengo.

—¿Usted qué tiene, entonces?

El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.

—¿Dónde usted vive?—prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a desprenderse de su gramófono.

—En el puerto.

¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?

—Así es.

—¿Y usted pesca vigas?

—A veces, alguna viguita sin dueño...

Vendo por vigas!... Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene?

Candiyú se reía.