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Cuentos de amor de locura y de muerte

y el encargado contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría la primer jangada.

No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vió el stock de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú al norte.

—¿Cuánto?—preguntó Castelhum a su encargado.

—Treinticinco mil pesos—repuso éste.

Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación impropia.

Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su caballo, Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado. Señalando luego el torrente con un movimiento del capuchón:

Las aguas llegarán a cubrir el salto? preguntó a su compañero.

—Si llueve mucho, sí.

Tiene todos los hombres en el obraje?

—Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.

—Bien — dijo Castelhum. Creo que vamos a salir bien. Oigame, Fernández: Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar todas las vigas aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Mañana de mañana bajo a Posadas, y desde entonces, con el primer temporal que venga, eche los palos al arroyo. ¿Entiende? Una buena lluvia.

El encargado lo miró abriendo cuanto pudo los ojos.

—La maroma va a ceder antes que lleguen cien vigas.

—Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos miles. Volvamos y hablaremos más largo.