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Cuentos de amor de locura y de muerte

menzó la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El trabajo urgía — los sueldos habían subido valientemente y mientras el temporal siguió, los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua helada.

En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros palos que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchos más; hasta que al empuje incontrastable de las vigas que llegaban como catapultas contra la maroma, el cable cedió.

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Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día anterior llevándose por lo demás su chalana — sería más allá de Posadas, formidable inundación. Las maderas habían comenzado a descender, cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.

Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera tropa de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de lomo blanquecino, y perfectamente seca.

Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al encuentro de la caza.

Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos.

Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote