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Horacio Quiroga

de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción, sin contar, claro está, las víboras.

Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las necesarias hasta llegar a la presa.

Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella oblicuamente algún trecho.

Pero las ramas, los árboles, pasaban sin cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la lucha muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.

Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento treinta años de piraterías en rio bajo o alto—y deseaba, además, ser dueño de un gramófono.

La noche, negra, le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río, a flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó y vió que tenía la garganta abierta.

Luego visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las crecida trepan por las ruedas de los vapores hasta los camarotes.

El hercúleo trabajo proseguia, la pala temblaba bajo el agua, pero era arrastrado a pesar de todo.

Al fin se rindió; cerró más el ángulo de abordaje, y