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Horacio Quiroga

Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.

—Meningitis ?—me dijo— Sabe Dios lo que es! Al principio parecía, y anoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.

—Pero, en fin—objeté siempre una enfermedad cerebral...

—Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿Vd. entiende algo de medicina?

—Muy vagamente...

—Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era un caso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay remisiones, tac—tac —tac, justas como un reloj...

—Pero el delirio—insisti—¿existe siempre?

Yo lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito, esta noche lo esperamos.

Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.

Ayestarain me miró fijamente:

Por qué? ¿Qué le pasa?

—Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: Vd. tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; sí o no?

—No se trata de eso...

—Si, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que no comprenda!

—Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como...no se ofenda—cuestión de amor propio.

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