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Horacio Quiroga

hija para hacerla feliz — esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.

Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida, la flor que pedía por él.

Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas.

Como Nébel la retuvo, ella, riendo y cortada, se recostó en la pared. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió con las manos inertes la alta fe—licidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.

¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento paterno, y la madre apremiaba este detalle.

La situación de ella, sobrado equívoca, exigía una plena sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre tode, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa a doblar la rodilla ante la misma inconveniencia que despreció.

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