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Cuentos de amor de locura y de muerte

subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo... ¿comprende ahora?

María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativamente la cabeza, con su papel en los labios.

—¿Es cierto o no?—insistí, pero ya con el corazón a loco escape.

Ella tornó a sacudir la cabeza:

—No, no es cierto...

— María Elvira—llamó Angélica de lejos.

Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuno. Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.

María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.

—Me voy—me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.

—¡Un solo momento!—le dije.

Ni uno más!—me respondió alejándose ya y negando con la mano.

¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared. Y estrellarme en seguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡ Intuiciones viriles! ¡ Sicoloi gías de hombre corrido!; Y la primer coqueta cuya rodilla está marcada allí, se burla de todo eso con ina frescura sin par!

No puedo más. La quiero como un loco, y no sélo que es más amargo aún—si ella me quiere realmente