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Horacio Quiroga

recido siempre un tanto tortuosa respecto a mí? Si no lo dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada. Algo no obstante de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo:

Los dejo para que hagan las paces.

—¡Maldito bicho!—murmuré cuando se alejó.

—¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?

—Digame, María Elvira—exclamé Le ha hecho el amor a Vd. alguna vez?

—¿Quién, Ayestarain?

—Sí, él.

Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria:

—Si—me contestó.

¡Ah, ya me lo esperaba!... Por lo menos ése tiene suerte...murmuré, ya amargado del todo.

—¿Por qué?—me preguntó.

Sin responderle, me encogi violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento.

—¿Por qué?—insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las mujeres cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora, y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordia un papel—jamás supe de dónde pudo salir—y me miraba, subiendo y bajando imperceptiblemente las cejas.

—¿Por qué?—repuse al fin.—Porque él tiene por lo menos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver Din tired by Google