cía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo—por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta—asunto de garganta o jaqueca—pero visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos oscuros de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí porque la perdia.
235 Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad.
Al principio no me comprendió.
—Se va? ¿Y adónde?
A Norte América... Acabo de decírselo.
Ah!—murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.
—¿Está enfermo ?
— Pst!... no precisamente... No estoy bien.
—¡Ah!—murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara.
Se volvió a mí.
—¿Por qué se va?—me preguntó.
—¡Hum!—me sonreí—Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mi, y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelantándome:
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