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Horacio Quiroga

Bueno, María Elvira....

Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.

—Antes de irse—me dijo— no me quiere decir por qué se va?

Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mi, como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: "no, ya estoy satisfecha"... ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!

—Me voy—le dije bien claro—porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo!

¿Está contenta ahora?

Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:

—¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?

Pero por Dios bendito! exclamé. No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelicidad!

¿Qué ganamos, qué gana Vd. con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe Vd.—agregué adelantándome—lo que Vd. me dijo aquella última noche de su enfermedad ?

¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?

Quedó inmóvil, toda ojos.

—Sí, dígame...

—Bueno! Vd. me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, Vd. me dijo bien claro esto: cuando no tenga más—de—lirio, me que—rrás toda via? Vd. tenía delirio aún, ya lo sé... ¿Pero qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su la