Página:Cuentos de amor de locura y de muerte (1918).pdf/36

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
28
Horacio Quiroga

La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.

—Ahora estoy bien... ¡qué dicha! Me siento bien.

—Debería dejar eso—dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.— Al llegar, estará peor.

—Oh, no! Antes morir aquí mismo.

Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar.

2 Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en seguida.

Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.

—Quién es!—sonó de pronto la voz azorada.

—Soy yo—murmuró Nébel en voz apenas sensible.

Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a Citized by Google