su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.
Cuando salimos, Vezzera me dijo:
Y?... es como te he dicho?
—Si le respondí.
¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad?
—Esta vez, si — no pude menos de reírme.
Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.
— Parece—me dijo de pronto— que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza!
—¿Pero estás loco? — le respondi.
Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.
—¿De veras, de veras me juras que te parece linda?
Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más?
Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia.
Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación, respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro momento. Diez