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Cuentos de amor de locura y de muerte

No eres feliz conmigo, María — expresaba al rato.

—Feliz! ¡ Y tienes el valor de decirlol ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo!— concluía con risa nerviosa, yéndose.

Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.

WIL —Si... ¡no es una diadema sorprendente!...

¿cuándo la hiciste?

—Desde el martes—mirábala él con descolorida ternura; mientras dormías, de noche...

¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!

Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:

( Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú... y tú...

¡ni un miserable vestido que ponerme, tengo!

. Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.

La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor—cinco mil pesos en dos solitarios. Buscó en sus cajones de nuevo.

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