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Horacio Quiroga

que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

—Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa, ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

— Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aunmorfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes?

No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto...

Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de dieciocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente segundo se fué con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaban la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dió  !

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