nos han dejado aquí, pero yo os volveré á casa. Seguidme.
Siguiéronle uno tras otro, y los guió hasta su casa por el mismo camino por donde habian venido. Al principio, no atreviéndose á entrar, se quedaron pegados á la puerta para escuchar lo que su padre y su madre decian.
Al momento de haber llegado á su casa el leñador y la leñadora recibieron del señor de la aldea 120 reales que mucho tiempo hacia les estaba debiendo, y que ya daban por perdidos. Esta novedad les devolvió la vida, porque los pobres diablos se clareaban de hambre. Al instante el leñador envió á su mujer á la carnicería. Como hacia tanto tiempo que les ladraba el estómago, compró tres veces más de carne de la que para los dos era menester. Luego que hubieron llenado bien el buche, prorumpió la leñadora en estas sentidas exclamaciones:
—¡Ay tristes de nosotros! ¿Qué será de nuestros infelices hijos? Con las sobras de nuestra mesa ¡qué buena panzada podrian darse ahora! Pero te empeñaste en abandonarlos, y en diciendo, eso ha de ser, clavarás un clavo por la cabeza. Bien te lo decia yo, Colás, que habíamos de arrepentirnos. ¡Dios mio! ¿qué han de hacer en el bosque los pobrecitos? ¡Hijos de mis entrañas! Tal vez se los haya comido el lobo. ¡Oh crueldad! ¡Haber desamparado así á tus hijos! Vaya, que tienes un alma de caballo.
El leñador perdió al fin los estribos; porque ya más de veinte veces le habia repetido su mujer que se arrepentiria, y que ya se lo habia dicho. Juró y perjuró que