van encontrase á una vieja que sola solita estaba hilando con su rueca.
La buena de la anciana no tenia la menor idea del real decreto en que se prohibia hilar con huso.
—¿Qué es lo que estais haciendo, buena mujer? dijo la princesa.
—Estoy bilando, hermosa mia, contestó la vieja, que no la conocia.
—¡Ay, qué bonito! exclamó la princesa ¿Cómo se hace? trae acá; quiero probar si tambien sé hacerlo.
Apénas tuvo el huso entre sus manos, como era tan viva de genio y algun tanto atolondrada, y como por otra parte así estaba decretado por las hadas, se traspasó la mano y cayó sin sentidos. La buena de la vieja, sin saber qué hacerse, empezó á gritar pidiendo socorro: acuden gentes de todas partes, echan agua y más agua en el rostro de la princesa, desabróchanle el vestido, golpéanle las manos, frótanle las sienes con agua de Colonia; pero nada nada puede volverla en su acuerdo.
Vino entónces á la memoria del rey, que desde los primeros momentos de aquel alboroto habia subido, la prediccion funesta, y creyendo que lo sucedido habia de suceder, por haberlo así decretado las hadas, mandó trasladar a la princesa á la estancia más hermosa del palacio, y colocarla sobre un lecho bordado de oro y plata. Tan encantadora estaba, que parecia un ángel bajado del cielo.
No habia podido amortiguar el desmayo los vivísimos y transparentes colores de su tez: de azucenas y rosas eran sus mejillas, y de coral sus labios: blanda-