mente cerrados aparecian sus ojos; pero se percibia perfectamente la suavísima respiracion de su pecho: prueba clara de que no habia roto el espíritu sus mortales ligaduras. Ordenó el rey que nadie interrumpiese la paz de aquel dulce sueño hasta que sonase la hora de dispertar.
Cuando ocurrió este fatal incidente á la princesa, la bondadosa hada que, condenándola á dormir cien años, habia sabido librarla de la muerte, andaba por los andurriales del reino de Mataquin, que distaba de allí la friolera de unas doce mil leguas; pero fué corriendo á darle la noticia un pequeño enano que calzaba unas botas de siete leguas (especie de botas con que se hacian siete leguas de camino de un tranco).
Saber el hada la novedad y tomar pipa, fué todo uno; de suerte que al cabo de una hora ya la vieron llegar en una carroza de fuego tirada por dragones.
El rey corrió á ofrecerle la mano para que se apeara.
Aprobó el hada todo cuanto se habia dispuesto y ejecutado, y como estaba dotada de gran dósis de prevision, no dejó de conocer que cuando la princesa despertase habia de verse muy apurada, al encontrarse sola en el castillo. Pero cata ahí lo que hizo: tocó con su varilla á todos los que estaban en el alcázar (salvo el rey y la reina): ayas, damas de honor, camaristas, gentil hombres, caballerizos, monteros, reposteros, cocineros, pinches, guardias, porteros, pajes, mozos. Y no paró aquí la fiesta; tocó los caballos que estaban en las caballerizas, los palafreneros, los lacayos, los mastines del patio, y á Zelima, la hermosa perrita de lanas de la princesa, que estaba muy juntita á ella en la cama. Pues lo mismo fué