adornaban las gracias de la reina difunta; por lo cual no podia determinarse á salir del paso.
Mas hizo el diablo, que todo lo añasca, que el real viudo reparase en el talle y hermosura de su hija la infanta, que en atractivos é ingenio excedia de mucho á su madre la reina. La juventud de la infanta y la grata frescura de sus mejillas encendieron en el pecho del rey una pasion tan violenta, que no pudo ocultarla, y acabó por declarar á su hija que estaba resuelto á casarse con ella, puesto que este era el único medio de salir del atolladero en que su impremeditado juramento le habia metido.
La jóven princesa, tesoro de virtud y de pudor, creyó perder los sentidos al oir tan horrible proposicion. Echóse á los piés de su padre, y con todas las razones que le sugirió el ingenio trató de disuadirle de un proyecto tan nefando.
Pero el rey, que se mantenia en sus trece, para acallar la conciencia de la infanta pidió consejo á un anciano druida. Este bribon, tan escaso de piedad como sobrado de codicia, con el cebo de obtener la real confianza, no reparó en despreciar los fueros de la inocencia y de la virtud; y con tal arte y maña supo insinuarse en el espíritu del monarca, y con tan buenos colores acertó á dorarle el feo crímen que intentaba cometer, que llegó á convencerle de que el casamiento de su hija, léjos de ser ningun negro delito, era una obra meritoria y piadosa.
Lisonjeado el príncipe con las razones de aquel tunante descreido, dióle un abrazo y se despidió de él más