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en la flor de su edad. Esta era sin duda la bella desconocida del jardin; mas ¿quién era? ¿En dónde estaba? ¿Habria recibido la carta y le enviaba en cambio aquel retrato, como prenda de correspondencia?

Todo esto quedaba desgraciadamente envuelto en la duda y en la oscuridad con la lastimera muerte del palomo.

Contemplaba el príncipe la miniatura, y arrasábanse de lágrimas sus ojos. Estrechábala contra su corazon y contra sus labios, pasaba horas enteras mirándola sumergido en una tierna agonía. «Bella imágen, decia, ¡ah! no eres mas que una imágen; empero tus ojos cristalinos se fijan en mí con ternura; tus labios de rosa parece se abren para consolar mi pena.... ¡Vanos delirios! Esos her-