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24 Carlos Gagini

acto, y en el momento en que me disponía a interrogar a las alumnas, un rumor me hizo volver la cabeza hacia la puerta y la pregunta se heló en mis labios... No ignoras que desde muchacho fui ferviente adorador de las mujeres y que en la época a que me refiero había tenido ya media docena de novias; sabes también que siempre he sido descontentadizo y que hasta entonces no había encontrado ninguna beldad capaz de trastornarme el seso. Pues bien, la joven que acababa de entrar, saludada por un murmullo de admiración, era algo sobrenatural, algo que hace creer, aun a los más escépticos, en la existencia de un mundo habitado por criaturas superiores.

Su porte majestuoso, su rostro perfecto, ligeramente moreno, sus cabellos negrísimos, recogidos como los de las estatuas griegas, la serenidad olímpica de su frente sin un pliegue y de su boca sin una sonrisa... todo, todo hacía pensar en esos prodigiosos ensueños que el artista desespera de poder fijar en el lienzo.

Sus ojos pardos y grandes parecían iluminar con sus destellos la sala; y ¡cosa extraña! estaban fijos obstinadamente en mí. Jamás he contado entre mis defectos el de la fatuidad; pero en aquella ocasión era imposible no rendirse a la evidencia. No sé cuánto duró el examen; sólo puedo asegurarte que ni un segundo, ni un instante dejamos de mirarnos. ¿De dónde nació aquella mutua fascinación? ¿Qué misterioso encanto tenían aquellos ojos para enloquecerme así?