Cuentos grises 25
Lo ignoro, pero su última mirada al abandonar el salón dejó en mi alma una estela luminosa.
—¿Quién es? pregunté al maestro, que sonreía maliciosamente.
—No lo sé: unos dicen que es italiana, otros que es griega o árabe. Se llama Lelia y vive aquí en compañía de su padre, que parece muy rico y bien educado. Y lo más raro—continuó el maestro—es que esa joven nunca vuelve a mirar a nadie, ni asiste a reuniones, ni visita: no me explico por qué vino hoy al examen.
En la tarde la volví a ver en la callé, escoltada por un anciano pulcramente vestido. La seguí como un colegial y jamás dejó de mirarme intensamente al doblar una esquina. En la plazoleta de la Iglesia me encontré tan cerca de ellos, que pude oir la conversación de la niña, su voz argentina y de una dulzura infinita, más penetrante aún que su mirada.
¿En qué idioma hablaba? Jamás pude saberlo: era más suave que el italiano, tenía inflexiones más armoniosas que el francés, y más sonora gravedad que el castellano. Pero lo más raro es que yo entendía aquella habla divina... Resonaban realmente en mis oídos aquellas palabras o las estaba leyendo en aquellos ojos? «Te amaba antes de conocerte, te amo ahora y tú serás mi único amor, como yo el tuyo».
Cuando ya su traje blanco iba a trasponer el umbral de la casa, sombreado por el crepúsculo,