28 Carlos Gagini
plomática que me llevó a Guatemala, me embarqué en el Newport, anclado en el puerto de San José. El barco debía zarpar a la diez de la noche, y a las ocho estaba yo recostado en la borda contemplando las lejanas luces del muelle, cuando súbitamente experimenté una sensación extraña, como si una fuerza magnética me moviera contra mi voluntad. Volví la cabeza... ¡Cielo santo!... Siempre me he vanagloriado de ser dueño de mis nervios y los he puesto a prueba en varias ocasiones; pero en aquélla, francamente lo confieso, tuve miedo y me juzgué víctima de una alucinación. A dos pasos de mí, iluminada por el farol de proa, una joven enlutada me miraba fijamente. ¡Era ella, era Lelia, tal como la conocí veinticinco años antes!
Su rostro virginal tenía la misma expresión etérea de infinita melancolía. Y me habló... sí, era la misma voz dulce y penetrante, el mismo idioma extraño y musical que no se parecía a ninguna lengua humana y que, sin embargo, yo entendía perfectamente. Eran palabras de amor, de amor inmutable más poderoso que la muerte. ¿Qué importaba la separación? Pronto nos uniríamos para siempre... No sé lo que dije, si es que realmente dije algo; oprimí una de sus manos y me pareció fría como una tumba. Poco después se desasió suavemente, y con una aguja de oro que arrancó de su peinado escribió algo en la borda; luego me miró con los ojos llenos de lágrimas y fué a reunirse con una dama en-