42 Carlos Gagini
Una esperanza galvanizaba aún su endeble cuerpo: la de presenciar la boda de su hijo y confundida entre el gentío verle salir del templo, dando el brazo a la gentil Anita.
Faltaban apenas ocho días...
¿Le concedería Dios tanta felicidad?
El viento de aquella sombría noche de Enero azotaba el rostro de los escasos transeúntes con una llovizna fría y penetrante como puntas de agujas.
A las once no se veía un alma en las calles ni una luz en las casas: solamente los balcones de un edificio de dos pisos frente al Mercado proyectaban sobre la plazoleta cuatro barras de luz dorada. Dentro resonaban los acordes de la música, el rumor de las carcajadas y el chocar delos vasos
A la misma hora, por la callejuela del río avanzaba penosamente una sombra, se detenía de cuando en cuando para apoyarse en las paredes o sentarse en una piedra, y continuaba luego su camino, casi arrastrando, murmurando entre accesos de tos: «¡Dios mío, dame fuerzas para llegar!»
Más de media hora tardó en recorrer los trescientos metros que la separaban de aquellos balcones. Al llegar frente a ellos se dejó caer extenuada sobre la hierba...
¿Era sueño o realidad?