48 Carlos Gagini
do y pude advertir cierta inquietud en el rostro del infame X.
¿Teme usted que sobrevenga la tempestad? le pregunté.
— No, me contestó, pero creo que hemos perdido el rumbo. Es muy difícil encontrar esa maldita isla.
¡Qué noche, Dios mío! Las olas y el cielo parecían de tinta, el viento soplaba con violencia y la frágil embarcación subía y bajaba como un caballo en una carrera de obstáculos.
Al amanecer X. consultó sus instrumentos y me dijo que no estábamos tan extraviados como había creído: a la tarde la isla estaría a la vista y eso favorecía nuestros planes, pues era mejor arribar de noche sin ser notados por los colonos.
Como a las dos de la tarde un pico negruzco surgió de las aguas, ¡era la isla! Poco a poco fué apareciendo la cima de las verdes colinas y al caer la tarde pudimos divisar una ensenada, ¡la de Wafer, la bahía del tesoro!
Anclamos en ella ya entrada la noche, y como a las 11 desembarcamos con todo sigilo, provistos de una brújula, una cinta métrica, algunas estacas, una linterna sorda, picos y palas. No nos costó mucho encontrar el peñón indicado en el plano: era una roca negruzca que descollaba entre sus vecinas. Orientados por la brújula comenzamos a medir escrupulosamente las 150 yardas al Norte y por fortuna encontramos el