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Cuentos grises 49

terreno libre de maleza. Tres veces repetimos la operación para estar más seguros y luego procedimos a medir las 10 yardas al Este. Confieso que cuando clavé la estaca en el punto deseado, el corazón se me saltaba del pecho. La noche era oscurísima y una llovizna persistente calaba nuestros vestidos: pusimos manos a la obra y cavamos por espacio de dos horas sin resultado alguno. Mi compañero desalentado iba ya a soltar su herramienta cuando se me ocurrió escarbar un poco más a la izquierda. De pronto el pico chocó contra algo duro que produjo un sonido metálico. Acercamos la linterna, quitamos la tierra con la pala y apareció a nuestros ojos la tapa de un cofre forrado con bandas de hierro oxidado. La impresión fué tan grande que permanecimos un rato como petrificados; luego mi compañero forzó la tapa con el pico y entonces ¡Dios mío! la luz de la linterna cayó sobre algo que brillaba como millones de estrellas.

¡Custodias incrustadas de brillantes, cálices de oro, tachonados de perlas y rubíes, barras de oro y plata, onzas y escudos, joyas y mil objetos valiosos arrebatados a las colonias españolas, robados en el Perú, México y Chile! Saqué el reloj ¡eran las dos de la mañana del 3 de mayo de 1910!

Como era imposible levantar el enorme cofre, llevamos a la lancha nuestra preciosa carga en varios viajes y a las tres y media de la ma-