demasiado rojos los labios y demasiado pintadas las ojeras en su carilla ideal de caprichosa, blanca como el cuello, de esa blancura de leche de la velutina. Callada y absorta, con una contracción nerviosa de triunfo en los labios, era, sin embargo, la única que no llevaba la ilación del drama. El codo, de guante blanco, en la balaustrada grana; el abanico en la barba, y la cabeza medio vuelta hacia la sala, donde seguía en una voluptuosa aspiración los estremecimientos del público, observándole, recogiendo sus latidos que acentuaban la expresión singular, un poco diabólica, de su sonrisa. De cuando en cuando flameaba en sus dormidos ojos de gata un relámpago de satisfacción: era que sorprendía unos gemelos mirándola; los pocos iniciados que asistían al teatro, habían extendido la noticia de que allí estaba la novia del nuevo autor, y la noticia rodaba de butaca a butaca, de palco a palco... y Angeles la seguía en sus zig-zag, y empezaba a sentirse heroína disimulada de la fiesta, flechada por aquellos anteojos, a los que si guiaba la curiosidad desde cada hermosura del drama, les contenia en arrobos de contemplación la belleza de la joven.
De pronto se produjo un murmullo profundo de pasiones removidas. La dama, con su lujo de reina, desde lo alto de su gran celebridad artística, acababa de llamar "estúpidas"