a las mojigatas burguesas que habían pretendido burlarse de su libertad. Era la mujer del porvenir, triunfante. Estalló un aplauso, el primero de la noche, enérgico y nervioso, pero le cortó un siseo lleno de imperio. Fué un paréntesis de la atención, y muchos gemelos se dirigieron hacia Angeles; con más descaro que ninguno, el de un oficial de la Princesa, allá enfrente, desde el palco del Veloz, guapo, arrogante, con su pelliza blanca de pieles negras y cordones dorados. Estaba de pie, detrás de las sillas ocupadas por unos caballeros calvos de gran pechera reluciente, y no miraba sino de tarde en tarde al escenario, inclinándose sobre la baranda.
¡Oh! ¡El Veloz!... Ese palco, cuyas miradas suelen consagrar en los teatros la fama o la hermosura a la moda. También Angeles solicitaba su interés, gracias a la actualidad que venía a prestarla aquella noche el éxito ya indudable de su novio. Cogió sus gemelos, miró a cualquier parte, al oficial luego, que la tenía clavada con los suyos, y los abandonó en la falda de la prima Berta, que dijo entre maliciosa y burlona:
— Te conquista el húsar.
Siguió la representación. Angeles, con los ojos muy abiertos sobre la escena, no aiendía. Recordaba la época en que, meses atrás, conoció a Ricardo entre las brisas y alegrías