los antipáticos y fatuos compañeros del coche que acababa de dejar — un general y su señora, tres viejas inglesas y dos sujetos con fachas de croupiers, llenos de brillantes —, y trataba ahora de buscarse más grata compañía.
Por suerte, este tren corto de Avilés no iba tan abarrotado de «elegancias». Había incluso compartimientos sin nadie, donde pudiera dormir, desquitándose, por fin, un poco de la fatiga de aquel medio metro de asiento en que vino toda la noche y el día. Le hubiese siquiera parecido esto una soportable intimidad de buen tono, un augurio feliz de veraneo, si al menos le hubiesen cabido en suerte mujeres guapas... Descubrió dos, jóvenes, elegantes, con su madre, en un primera, y subió. ¡Ya dormiría en el hotel! ¡Para lo que faltaba de viaje!
Instaló en la red su maleta, su atamantas. No había tenido ocasión de saludar a las viajeras, porque, aunque las descubrió en las ventanillas del lado del expreso, justamente cuando él se dirigía a abrir la portezuela, se fueron a las ventanillas opuestas para ver otro tren descendente que llegaba. El barullo era grande en los andenes. Los mozos volvían a gritar cambios y salidas. Los vendedores de agua, gaseosas y periódicos...
Partió el expreso. Partió luego el otro tren. Cruzaron el coche tan con la avidez de verlos las compañeras de Ricardo, en esa eléctrica crispatura