que todo el mundo sufre en las estaciones concurridas, que ni le advirtieron sino en fugaces e indiferentes miradas, ni le dieron ocasión de saludarlas. Por último, partió también el corto, y como las elegantes viajeras se habían quedado en el otro extremo, sentáronse allí las tres, lejos de Ricardo, diagonalmente opuesta a él la mamá y frente a la mamá las dos jóvenes..., mirando al exterior y charlando del paisaje.
Bien. Ricardo compúsose una actitud de distinguido abandono y se confió al mismo tiempo, sacando y poniéndose a leer El Imparcial. Sin embargo, las miraba de reojo, acechando el instante en que ellas volvieran su atención al interior y le facilitasen la oportunidad de una cortés reverencia. Era un psicólogo. El sabía ir, y por lo general sin equivocarse, delante de los hechos. Preveía las situaciones. Entre amigos, o en un corro cualquiera de personas, solía tener la adivinación muchas veces dolorosa, y, por lo menos, siempre molesta — porque le quitaba la emoción de lo imprevisto — de lo que iba a ir sucediendo. Sobre todo, en los trances habituales de la vida.
Estas, naturalmente, tan pronto como les pasara la curiosidad del paisaje, que era bello, porque corrían por un valle de pomaradas y maizales, se pondrían a examinarle a él, a su equipaje..., y entonces... Pero sintió un punzazo de inquietud: su equipaje..., su manta vieja, descolorida, tenía arrancada toda una tanda de cordoncillos del