fleco... La estaba viendo enfrente..., es decir, donde la venían mejor las muchachas. Se levantó y la volvió, medio ocultándola, además, tras la maleta, que, aunque barata y de lona, era nueva.
Y, aprovechando la maniobra, se quedó esta vez junto a la ventanilla, en la diagonal de las jóvenes.
Charlaban, charlaban ellas..., y el tren corría velocísimo. Ya no miraban al paisaje, pero tampoco a él, en una despreocupación tan absoluta como si fuesen solas o como si el compañero de viaje fuese un revisor o un lampista que hubiese entrado para arreglar el farol y bajarse en la próxima estación.
Entre ambas jóvenes había alguna diferencia de edad. Una, ya madurita, no andaría muy lejos de los veintiocho años, y era decididamente fea, aunque con una fealdad llena de graciosísima expresión en su viveza charladora implacable; su cuerpo, además, de correctas esbelteces, y su cabello castaño y sedoso, así como su tez limpia y fresca, disculpaban la imperfección de sus facciones, en las cuales delatábase una confianza en sí propia de su seguridad de agradar, debida, probablemente, a su travesura, a su ingenio sarcástico y temible...; ella, en efecto, recordando y nombrando amigas, sostenía la conversación con pullas que hacían reír a su madre y a su hermana...
¡Oh, pero ésta, su hermana..., qué encanto de chiquilla!... No se le parecía en nada absolutamente: