atención de aquellos ojos que parecían tener por dentro, ardiendo, una esmeralda... Y Ricardo se enojó, reconociendo en su fantasía de poeta, sin embargo, la exactitud de la comparación galante: los ojos, los inmensos ojos de «Eladia», parecían eso: dos globos de perla que trasluciesen llamas verdes... Ojos de ajenjo con agua.
— Oye, oye, atiende, Eladia; escucha, mira..., ¡y un mirlo también bajo el reloj!
— ¡Pues sí, y un mirlo! ¿Has visto, mamá?... Ven, ¡verás!
Y la mamá, gruesa, perezosa, comentó desde su asiento:
— ¡Todas las estaciones chicas se parecen!
Volvió el tren a marchar. Volvieron a su sitio las jóvenes, y Ricardo, con ganas de fumar, se contenía. Ignoraba si constituiría grave falta fumar delante de estas damas. Por primera vez en su vida, hallábase en la solitaria comunión de un recinto con duquesas, con marquesas o lo que fuesen ellas... Se hacía un lío... Pensaba que tal vez incurrió ya en una falta de educación imperdonable no habiéndolas saludado al entrar, aunque no le estuviesen mirando por hallarse distraídas...
Y corría el tren y charlaban las viajeras, riendo sin cesar, estrepitosamente, con alegría de pájaros o de personas tan felices como pájaros, y una hora después habíase convertido en obsesión el ansia de fumar de Ricardo. «¡Qué diablo, con