las ventanas abiertas — pensó —, y después que ellas me hacen tanto caso...!»
Sacó tímidamente la petaca, y de la petaca un pitillo. Tímidamente, porque, aparte su inseguridad de si no iría a hacer una sandez, la petaca, rozada por los bordes, era de una abominable badana de dos pesetas, roja como el pimentón... Pero acabó de decidirse: justamente, si había estado antes torpe y grosero, la petición de permiso para el cigarro le disculparía... Tomó ánimo, pues, se inclinó, se quitó la gorra y preguntó:
— ¿Molesta a ustedes que fume?
Se quedó esperando. Se quedaron ellas mirando. No debían de haberle entendido, porque una mucosidad le había velado la voz en la garganta.
— ¿Qué? — inquirió la «fea graciosa».
— ¡Que si me permiten que fume! — repitió, después de carraspear para hablar más claro —. ¡Que si el humo no las molestaría!
Ellas se miraron, cambiando una levísima risita, y volvió a decir la «fea»:
— No. No nos molesta.
— ¡Encant...! ¡Gracias!
Encendió Ricardo, más rojo que la cabeza del mixto, aunque otra vez en el total descuido de las damas. No había podido interpretar sus sonrisitas, y si bien el tono de la «fea graciosa» tuvo cierta sequedad, no había estado exento de una dignidad cancilleresca, que le puso en trance de contestar una sandez; por ser fino, por mostrarse