al tanto de las elegancias madrileñas, a poco más si no suelta un ¡Encantado!..., que le habría caído a un permiso de fumar como a un santo... como a un gato un miriñaque. ¡Bah, él..., un insumiso mental que hasta para su meditaciones rechazaba frases hechas y tranquillos! Sonrió, sorprendiéndose en tales tonterías. Indudablemente, un hombre de talento necesita ser tonto, por lo menos, la mitad. Y más concillado con sí mismo, pero no avenido a pasar como un quídam ante las viajeras elegantes, sacó de los bolsillos un par de revistas ilustradas, con un número, entre ellas, de El Cuento Semanal, y las hojeó un minutó, tendiéndolas después bien visibles a su lado... Le servirían, quizá, para incitar a las señoras a mirarlas, y se las ofrecería él... Le servirían de todos modos para que ellas, siquiera, advirtiesen que él era el ostentado en la caricatura de El Cuento.
— Bueno, mira, tú: al llegar a Oviedo, me vas a hacer el favor de ser quien le dé hoy el brazo a doña Marga.
¿Cómo a Oviedo?... Ricardo no comprendía. Ya antes hablaron también de «llegar a Oviedo», por donde hubo pasado él hacía cuatro horas y de donde seguían alejándose, o no estaba él informado de la geografía asturiana. Pretendían acaso regresar, desde Aviles, en automóvil. ¡Sólo que no!... Continuaban ellas refiriéndose a Oviedo, consultando sus relojes de pulsera y afirmando