Sin embargo, aristócrata él también, del talento, perdonaba generoso unos desdenes en que no le hería jamás la burda y grotesca ineducación de las burguesas del tranvía... ¡Oh, cuánto recordaba Ricardo, el poeta, el periodista con cien pesetas al mes y pantalón con rodilleras, a aquellas buenas burguesas, que no podían sufrir la admiración de un humilde sin un gesto en vuelta de espaldas que le dijese a las gentes: ¿Eh?... Miren qué pelagatos se atreve a querer enamorarme... ¡Puah!
Sí, estas otras, las verdaderas aristócratas, sabían ostentar su indiferencia no grosera ni ofensiva. Dijérase que se dejaban ver sin ver a los que no eran de su clase. Y semejante desdén, legítimo en fin de cuentas, bien podía perdonarlo el poeta, el fastuoso, el gran duque de la imaginación, que, en sus alcázares de ensueño, tendría tanto que perdonarlas quizá, si las tratase, a ellas mismas. Suum cuique, como dijo alguien más sabio, en latín, que Ricardo, que no sabía ninguno, por más que se ofreciese la frasecilla en consuelo.
El tren cruzó por debajo de un puente. Quedaban atrás los terraplenes de un ferrocarril minero, a juzgar por el negro balasto, y el panorama se abría cada vez más en esa llana frescura de horizontes que indica la proximidad del mar.
— Oye, Nita..., ¡otra línea transversal!... ¿Te has fijado?