Nita, a quien, por fin, nombraba mimosamente Eladia, miró por el vidrio y mostró sorpresa.
— ¡Es verdad!... ¡Lo mismo, lo mismo que el de antes, cerca de Avilés! Pero, ¿no estás viendo, tita Encarna?
— Toda Asturias es igual..., ¡y aburridísima! — comentó breve la señora (que no era, por la cuenta, madre de las dos), volviendo displicente la cabeza.
Pero Ricardo sospechó esta vez una cosa divertida: que fuesen las orgullosas y distinguidísimas damas las que, procedentes de Avilés, con ánimo de ir a Oviedo, regresaban al punto de partida lindamente..., por no haberse mudado de tren, por no haber advertido que éste no hizo sino cambiar de cabeza a cola la máquina y por... tener a menos dirigirle la palabra a un compañero de viaje, que quizá las hubiese sacado a tiempo del error. Y se alegró y deseó que fuese así para tener derecho a reírse un poco cuando, al fin, «cayesen de la burra».
¡Ahora sí que le placía la frase hecha!
Mas eran tan aturdidas que, ¡nada!..., charla que te charla otra vez, apenas perdióse la línea transversal entre arboledas.
No obstante, gozábase en el pequeño mal, sin rencores, con la nimia y secreta complacencia, únicamente, de poder irlas contemplando en ridículo. Su simpatía, a pesar de todo, iba a ellas. El corazón, con la suprema fuerza que sabe decir