estas cosas, por encima de no importa cuáles absurdos sociales, decíale cuan era lástima enorme que las damas del dinero y la belleza ignorasen cómo pudiesen los pobres poetas adorarlas mejor que sus condes y marqueses. Ellas tenían la gracia, y tenían para su beldad entera el exquisito cuidado de diosas que no pueden tener las demás, y ellos, en cambio, los poetas, solamente los poetas, el tesoro de delicadezas y ternuras capaz de envolverlas en cielo. Por eso, y no por avaricias ni tontas vanidades, había en las entrañas mismas de Ricardo una impulsión tan intuitiva y formidable como inocente hacia las aristócratas..., ¡hacia las princesas, hacia las marquesas, hacia las bellas damas distiguidas!
Pero una impulsión modesta y dulcemente resignada, como una ilusión de imposible que no llegaba ni a tomar forma de esperanza. Si aún hubiese tenido dudas su humildad harto se las habría desvanecido este su primer viaje de buen tono..., este su primer lanzamiento al mundo elegante de las playas, en un convoy de lujo y en la estrecha vecindad de un vagón con aristócratas; maldito el caso que le hacían.
Y reflexionaba según el tren, por las trazas, puesto que ya se veían brumas como de mar no lejos, se iba acercando a su destino. En lugar de veinte duros al mes, disfrutaba, desde el anterior, cuarenta, gracias a un ascenso inesperado y altamente halagador para su aptitud de periodista.