Ricardo intervino, fingiendo no haberse percatado de la paletada de ellas:
— Señoras..., en Avilés,
— ¡En Avilés! — rechazó aún la «fea graciosa», mientras las otras seguían mirándose —. Pero... ¡si no puede ser! ¡Si nosotros vamos a Oviedo! ¡Si salimos de Avilés a medio día!
— Pues... nada, ¡en Avilés! — insistió Ricardo, de pie también, contento de esta como familiaridad repentina que los tenía en corro junto a las ventanas a un mismo lado del coche —. Sin duda las señoras, en Villabona, por no haber cambiado de tren..., sin duda...
— Ah... pero ¿había que cambiar de tren?
— Naturalmente. A éste no hicieron más que ponerle la misma máquina a la cola.
— ¡A la cola!... ¡Eso! ¡Para traernos a Avilés de nuevo!... ¿Y por qué no lo avisaron? ¡Qué estúpidos!
— ¡Qué empleados tan estúpidos!
— Sí, señora, son unos estúpidos.
Habían resuelto ellas su recíproco mirarse en una carcajada. Hablaron de «reclamación», y se encogieron de hombros — dedicadas, otra vez en su extremo del coche, a reírse del suceso y de ellas mismas. Luego comentaron largamente el plantón de doña Marga, esperándolas. Y el tren silbaba, llegando a la estación.
Tan pronto como se detuvo, las tres damas, de cuyo lado caía el andén, salieron del vagón y se