— No, hija... desde el suelo.
— ¡Adiós! Serán dos perros, uno sobre otro.
— Pues un perro, nada más.
— El mío habla.
— Y el mío canta La Sonámbula.
— ¿Mejor que esa tiple?
— Pero con voz de tenor hermosísima, porque es macho.
— Y si tan grande es, ¿por qué no va usted a caballo en él a Recoletos?
— Por...
Aquí la interrumpieron. Un elegante joven de Palencia acababa de llegar, con un Liberal en la mano:
— Señores... señoritas... ¡atención! «Desde Salinas»... ¡Se ocupan de nosotros en Madrid!
— ¿Una lista?
— No. Una crónica...
— ¿Con nombres?
— ¿Con nombres?
Y como habían preguntado esto dos o tres muchachas vivamente, el joven palentino desfalleció en su alborozo; pero buscó con la vista a Lorenza Rubio, concentró en ella su halago, y declaró:
— Bueno, sin nombres. Pero al menos... a una... a usted, bellísima Lorenza, juraría yo que está dedicado el más lindo pasaje de la crónica... Y acaso a usted, porque alude a dos.
Esta segunda era una rubia señorita de Cuenca,